Sea o no fenomenológica -aunque Edmund Husserl quisiera que lo fuera-, la filosofía de la ciencia y la del conocimiento son una práctica especial de la reflexión. Origen, cimientos, proceso, relevancia, técnicas y resultados de nuestros sistemas de interpretación, sean formales o no, así como las dependencias o conexiones entre ellos, conforman una parte del interés primero de la filosofía de la ciencia. La otra parte es el punto al que se remiten en última instancia todas las comprensiones, que en este caso es un quién, el ser humano, que constituye la más fuerte de las relaciones entre ambas filosofías. Al fin y al cabo, saber y ciencia designan actos de la existencia humana; de hecho, no solo designan, sino que la muestran.
Cuando digo aquí reflexión afirmo poner las cosas en claro, clarificar el bien cultural de nuestras ontologías, retrocediendo, avanzando hacia atrás, hasta sus emanaciones, ya sean históricas, ya sean en la experiencia y la razón.
Prometeo entregó a los hombres el fuego y la técnica, y creó humanos a su semejanza, "[...] hombres formo / a mi propia imagen; / un género que sea igual a mí [...]", dice Goethe en un poema sobre el titán; pero ¿sabía el hombre qué eran la luz y la técnica? Supo de las propiedades y usos de ambos regalos, mas no necesariamente de dónde provenían ni de qué estaban hechos. La filosofía aplicada a la ciencia y al conocimiento, si no es que toda filosofía lo es ya, es fuego del fuego, luz de la luz, arte consciente. En otras palabras, es, o debería ser, autoconciencia. La variedad, multiplicidad y riqueza de sentido de lo real, y por esto mismo complejidad, es posible en cuanto existe un fenómeno más múltiple: la vida, la vida humana, lo uno de lo múltiple. Entonces, ¿no son las filosofías de la ciencia y el conocimiento formas de la filosofía de la vida? Mundo y vida, vida y mundo, a priori universal de correlación, razón total. Abarcar el mundo.